Las escasamente debatidas en las tertulias periodísticas 227 páginas del auto publicado por el juez Castro sobre la imputación por supuesto delito fiscal de la Infanta Cristina, han conseguido poner de manifiesto el agravio comparativo entre el trato de la hija del Rey con respecto al resto de los españoles más mortales desde el punto de vista del comportamiento de algunas instancias jurídicas. El juez plantea, con razonados y simples criterios, que ninguna de las 42 imputaciones que recoge el caso fue recurrida en su momento por el fiscal -tan escrupuloso cuando se trata de la Infanta- cuando los razonamientos eran incluso superficiales, recordando, por ejemplo, que Diego Torres fue citado con una simple providencia.
La intención del juez Castro es evidente: dejar al descubierto - y lo consigue- la doble vara de medir de la fiscalía anticorrupción cuando se trata de establecer criterios de valoración entre la Infanta Cristina y el resto de la ciudadanía, dando un castañazo argumental al fiscal que roza la tragicomedia cuando suelta eso de: “El digno representante del Ministerio Fiscal se empecina en el debate de si en este momento Doña Cristina de Borbón es culpable o inocente, que en su esfera competencial sería tanto como calibrar si los elementos de juicio con que hoy cuenta, posibilitarían el dirigir o no contra ella la acusación, cuando ese trámite, si es que ha de llegar, ya se verá tras su declaración y, en su caso, la práctica de las diligencias indispensables que de la misma pudieran derivarse”. Es decir, que saca las vergüenzas al fiscal agudizando la contradicción de que el Ministerio Fiscal divague sobre lo que, en todo caso, debería ser producto y resultado de las declaraciones de la Infanta, manteniendo así el fiscal una curiosa coincidencia con la argumentación de los abogados defensores de la hija del Rey. Fiscal y abogados coinciden en el argumento en beneficio de la imputada. Remata el juez que "nadie se debe escandalizar" porque cite a una persona a declarar lo que sabe o no sabe, sobre los tejemanejes de su marido y socio Iñaki Urdangarin, o de los vaivenes contables, tributarios y fiscales de la sociedad Aizón SL.
De lo que no cabe duda es que el juez Castro no se amilana ante las dificultades, pues incluso Hacienda -tan celosa y vigilante con el contribuyente- y el fiscal, van unidos de la mano para sostener que las irregularidades detectadas en el caso son patrimonio exclusivo de Urdangarín y no de la Infanta. Y no se amilana al indicar que no debería resultar tan extraño que un juez quiera averiguar preguntando directamente a la Infanta, no por ser la hija del Rey, sino por ser quien tenía nada menos que el 50% de participación en la sociedad que ha defraudado, a la vez que residir en el mismo domicilio fiscal que Aizón SL y que, por si hubiera alguna duda, está más que demostrado que se benefició de, al menos, el 50% del dinero defraudado.
¿Alguien se puede imaginar lo que le ocurriría a su esposa si ésta fuera partícipe de una sociedad al 50% con el cónyuge de una sociedad que ha cometido un delito fiscal y contable de muchos miles de euros, que vive y reside en el mismo domicilio fiscal que la propia sociedad, y que, para más gloria y gozo conyugal está demostrado que se ha llevado al menos la mitad de lo defraudado?
Castro, además de poner las cosas en su sitio desde el punto de vista procesal, con su auto ha conseguido pasar la patata caliente a la fiscalía y a Hacienda -versus Montoro versus Gobierno- que ahora tendrán que dejar hacer o, por el contrario, pegarse una de las mojadas mas impresionantes de la desfachatez jurídico/política que se haya conocido, con algo tan manido para estos casos como la denominada "doctrina Botín", que se basa en que, aunque haya evidencias, si no hay denuncia y reconocimiento de fraude por parte de Hacienda, no hay imputación jurídica y, por tanto: finito y amén.
Si la hija del Rey declara como imputada, perderían todos aquellos que nada les importa eso de que "la justicia es igual para todos" aunque no paren de repetirlo de cara a la incauta galería y, por el contrario, ganaría el Estado de Derecho tan necesitado de cariño público yendo sin miramientos al fondo de uno de los problemas que asolan España y a su credibilidad democrática como es una corrupción política e institucional asfixiante, a la vez que se recuperaría una buena porción de credibilidad en la justicia. En este caso gracias a un juez que, para nada, ha tenido el mismo apoyo, adulación y facilidades para instruir la causa que, pongamos por caso, la jueza Alaya por allá las andalucías. El primero "tiene afán de protagonismo por empeñarse en imputar a la Infanta"; la segunda es una jueza "honesta y justiciera, y un ejemplo de lo que debe ser la justicia".
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